Debajo nuestro los mercaderes
vendían a sus madres por un poco de sal. El aire era
frió a esa altura, pero ni siquiera eso
podía distraernos (cuando uno vuela nada más importa).
Podíamos percibir el
telón de arena cubriendo y descubriendo los puestos del mercado, callando las bocas
inentendibles; un velo de seda color ocre. Pero en el cielo nada
existía más que nosotros dos, y los faroles de estrellas y la luna de Arabia que delineaba nuestros cuerpos voladores. Se
sacudían los flecos de la alfombra con cada viraje. Sin
timón ni cola
podíamos descender y ascender por la noche estrellada, inmensamente azul. Nos
mirábamos, nos
amábamos entre las nubes de
anís. Supongo que en la tierra la gente estaría viendo un meteorito romper el cielo en miles de partes , como las grietas al
mármol. Jamas hubiesen imaginado que la luz de aquella estela
provenía de las miradas nuestras encendidas en llamas verdes y amarillas. Mientras, nuestros cuerpos se rozaban, nuestro sexo
ardía en pleno vuelo,
respirabamos el aire de la noche
fría, por la nariz y por la boca. Eramos tan livianos como el polvo,
íbamos y
veníamos a mil por hora, por el cielo, penetrando la noche sin cuidado. No
podíamos caernos. No
había donde hacerlo. Porque morir volando no asusta y mucho menos a su lado. Cuerpo de j
engibre, desnudo y mio. Su pelo se
sacudía como la cola de un barrilete
intrépido en la noche. Noche. Y
volábamos, y
volábamos para siempre por el cielo de Arabia y no sé donde más. Nunca nos detuvimos, nunca
bajaríamos de esa alfombra
mágica. El amor es mejor hacerlo en el cielo, entre el vuelo de los
pájaros libres y las luces de la oscuridad. Esa es la moraleja, esa es la virtud de este amor.